Lo que sufro en silencio


A Elvis Ambrosio,
por sus desamores

¡Maldita, sádica e implacable demencia!
Déjame escapar de este terrenal padecer,
ya que tienes esclavizado a todo mi ser
en el remoto cautiverio de su ausencia.

Permite que mi cándida y apacible calma
se corrompa con lujuriosos antojos.
Permite que impotentes lloren mis mustios ojos
la aflicción que padece mi pobre alma.

Permite mis lágrimas extinguir
ese infinito incendio de mi tormento:
¡es de valientes llorar en el momento
que sabes que tienes que sufrir!

Permite que se ausente mi valor
y de mi incierto sino desistir:
¡no sabes lo grandioso que es morir
cuando por voluntad morimos de amor!

Mi cariño es una infectada herida
sanada por el mismo cariño fuerte;
es la solitaria lágrima que se vierte
sobre el desierto de mi ermitaña vida.

Es la abandonada y cautivante palma
que de quietud y armonía ha asentado
a un desolado corazón incrustado
en el otoñal oasis de mi alma:

Frenesí sin titubeo ni amargura,
astros infinitos sin días ni noches,
destellos que jamás cierran los broches
de la larga pasión de una aventura.

Misteriosos destellos de brillante oro,
que brotan del astro de la divina gloria,
ya que mi amor es la porosa memoria
de la ausente musa que impotente lloro.

Mi intelecto sin fundamento siempre atesora 
esta consolidada e ilógica excusa:
¿tienes la mínima idea lo que es una musa
para un loco poeta que impotente llora?

Yo, que me la he pasado mirando 
sin parar sus inmortales ojos bellos,
¡cómo extraño los momentos aquellos
que ahora miserable, recuerdo llorando!

Mi atormentado ser que con firme empeño 
pasó innumerables noches, una a una,
postrado paciente al pie de la luna,
vigilando su tranquilo sueño.

Yo, que con rectitud respeté la esencia
del aura de su mágica existencia.
Yo, que la amé por su inocencia
más allá que por su apariencia.

En este instante solo puedo exclamar 
en amoroso y discreto delirio: 
«¿Dónde te encuentras, bello ángel mío,
que no te puedo soñar ni acariciar?»

Dóciles oleajes de los mares
que sin cesar riegan esta playa fría,
nútranla siempre de divina alegría,
y tráiganme todos sus pesares.

Estrella, que cruza despacio
con sus diademas de plata,
por el perímetro de la noche grata,
embelleciendo así al espacio.

Recuérdale que la sigo esperando,
recuérdale que mi cariño es ciego,
recuérdale que si al firmamento ruego
es solo por ella que estoy rogando.

Hermosa luna, que por el río
presumiendo tu brillo vas,
y en tu reflejo observarás
las pupilas de aquel ángel mío.

Por favor dile que por ella suspiro,
que en tu fulgor mi cariño se retrata,
y que en tu pulcra faz de lustrosa plata
la veo reflejada cuando yo te miro.

Solamente así, si mi corazón alcanza
una etérea ilusión, imaginaré
que el Creador con tu brillo da fe
a la resplandor de mi esperanza.

¿Qué otro alivio en mi pesar
puede lentamente desaparecer?
¡Cuán grandioso es creer!
¡Cuán milagroso es esperar!

Déjame que en mi honesta escritura
explique, sufriendo mientras tanto,
con palabras ortodoxas de luctuoso llanto
este nostálgico poema de amargura.

Déjame, ya que el crónico dolor
mis monótonos llantos lo borrarán,
permíteme sufrir hasta el delirio mi afán,
¡déjame llorar una última vez este amor!


© Elvis Dino Esquivel

Imagen: Steven Maxwell

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